De el ser raza o creernos generación


Somos una raza de violencia; en parte por nuestros antepasados, en otra por nuestra constitución de seres agitados. Vamos por la calle deseando que los semáforos no cambien nunca, que los ojos no nos experimenten, que el tiempo sea más largo para hacer todo lo que deseamos. Cuando nos empujan respondemos con un golpe, cuando nos sonríen pensamos en escopolamina o en jeringas con sida; el más juerguista es un hablamierda y el más cordial es porque nos está cayendo. Gritamos en nuestra cabeza con la fuerza de pájaros negros hasta explotar en violencia contra todo lo que nos rodea. Habitamos cárceles sin saberlo, estamos muertos desde que tenemos dieciocho porque ante el estado somos soldados. Esa es nuestra condición y para combatirla buscamos poesía en nuestra tecnología: nuestro celular es nuestro mejor amigo y el porno virtual es pan de cada día. Nos exponemos a ver noticias de masacres mientras comemos, y nuestras habilidades virtuales cada vez son mayores a nuestras habilidades físicas. Entonces, ¿por qué sorprenderse del hombre que mata a una familia entera y después se suicida? ¿o de la muerte de un niño a manos de otro por jugar con un arma?

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Somos una generación de miedo. Y no solo por la violencia que existe en el mundo (en especial en nuestro país) sino porque tenemos miedo de la fractura de la muerte. Somos tan realistas que ya no le creemos a la poesía a menos que hable de muerte y tristeza, o preferimos el alcohol antes que el agua. Somos esa generación entregada al instante por miedo a aferrarnos al otro, al afán con tal de no pensar en el mañana. Hablamos de no mostrar el hambre porque le tenemos miedo al impulso que viene con ella, solo gana quien no muestre sus sentimientos o pueda contenerlos porque la fractura ya ocurrió y no vale la pena sanar con valentía entre tanto miedo.