Los paraísos artificiales - Bauldelaire (Apuntes)

Los paraísos artificiales - Bauldelaire (Apuntes)


El vino es semejante al hombre: no sabe jamás hasta qué punto se lo puede estimar o despreciar, amar o aborrecer, ni de cuántos actos sublimes o delitos monstruosos es capaz. Por consiguiente, no seamos más crueles con él que con nosotros mismos y tratémoslo como igual.

Hay en el globo terráqueo una multitud innumerable y sin nombre, cuyo sueño no adormecería bastante los sufrimientos. El vino compone para ella canciones y poemas.

La tercera fase, separada de la segunda por un acrecentamiento de la crisis, por una embriaguez vertiginosa seguida por un malestar nuevo, es algo indescriptible. Es lo que los orientales denominan el kief; la bienaventuranza absoluta. Ya no se trata de algo remolinante y tumultuoso. Es una beatitud apacible e inmóvil. Quedan resueltos todos los problemas filosóficos. Todas las cuestiones difíciles contra las cuales batallan los teólogos y que desesperan a la humanidad razonadora, son límpidas y claras. Todas las contradicciones se transforman en unidad. El hombre ha pasado a ser Dios.

Pongo fin a este artículo con unas bellas palabras que no me pertenecen, pues son de un notable filósofo poco conocido, Barbereau, teórico musical y profesor del Conservatorio. Me hallaba junto a él en una sociedad donde algunas personas habían tomado el dichoso veneno y me dijo en tono de desprecio infinito: «No comprendo por qué el hombre racional y espiritual utiliza medios artificiales para alcanzar la beatitud poética, pues el entusiasmo y la voluntad bastan para elevarlo a una existencia sobrenatural. Los grandes poetas, los filósofos, los profetas, son seres que mediante el puro y libre ejercicio de la voluntad llegan a un estado en el que son al mismo tiempo, la causa y el efecto, el sujeto y el objeto, el hipnotizador y sonámbulo».

Esa agudeza del pensamiento, ese entusiasmo de los sentidos y la mente, han tenido que parecer al hombre de todas las épocas el mejor de los bienes; por eso, sin tener en cuenta más que el placer inmediato y sin que le preocupe violar las leyes de su constitución, ha buscado en la ciencia física, en la farmacia, en las bebidas más groseras y en los perfumes más sutiles, bajo todos los climas y en todos los tiempos, la manera de huir, aunque sea por unas horas, de su habitáculo de fuego

Unos, llenos con su vida ordinaria, sus deseos, sus preocupaciones y sus vicios, se combinan de una manera más o menos rara con los objetos entrevistos durante el día, que se han fijado indiscretamente en la vasta tela de su memoria. Ése es el sueño natural, el hombre mismo. ¡Pero la otra clase de sueño, el sueño absurdo, imprevisto, sin relación ni conexión con la índole, la vida y las pasiones del durmiente! Este sueño al que llamaré jeroglífico representa, evidentemente, el aspecto sobrenatural de la vida y, precisamente porque es absurdo, los antiguos lo creyeron divino. Como no era posible explicarlo por causas naturales, le atribuyeron una causa exterior al hombre y todavía al presente, sin hablar de los onirománticos, existe una escuela filosófica que ve en los sueños de esa clase ora un reproche ora un consejo; en resumen, un cuadro simbólico y moral engendrado en la mente misma del durmiente. Es un diccionario que hay que examinar, un idioma cuya clave pueden obtener los sabios.

Os ha invadido el demonio y es inútil reaccionar contra esa hilaridad, dolorosa como un cosquilleo. De vez en cuando os reís de vosotros mismos, de vuestra necedad y de vuestra locura y vuestros camaradas, si los tenéis, se ríen de vuestro estado y del suyo, pero como lo hacen sin malicia, no les guardáis rencor.

Me vi obligado a explicarle largamente (¡qué fatiga!) lo que era el dulce de cáñamo y para qué servía, repitiéndole sin cesar que no había peligro alguno, que no existía para él motivo de alarma y que yo sólo pedía un medio de atenuación o de reacción e insistiendo frecuentemente en el sincero pesar que experimentaba al causarle semejante molestia. Por fin —y comprenda usted toda la humillación que contenían para mí esas palabras— me rogó simplemente que me retirara. Tal fue la recompensa de mi caridad y mi benevolencia exageradas. Fui a la reunión y no escandalicé a nadie. Nadie adivinó los sobrehumanos esfuerzos que me vi obligado a hacer para parecerme a todos. Pero nunca olvidaré las torturas de una embriaguez ultra-poética, preñada por el decoro y contrariada por el deber».

Por así decirlo, yo era un trozo de hielo que pensaba y me consideraba una estatua tallada en un bloque de hielo y esa loca alucinación me causaba tal orgullo y tal bienestar moral, que me sería imposible definirlo. Lo que aumentaba mi goce abominable era la certidumbre de que todos los concurrentes ignoraban mi estado y la superioridad que tenía sobre ellos y, por añadidura, la dicha de pensar que mi compañero no había sospechado un solo instante qué raras sensaciones me poseían. Mi disimulo obtenía su recompensa y mi voluptuosidad excepcional era un secreto auténtico.

¿Quién es el filósofo francés que para burlarse de las doctrinas alemanas modernas decía: «Soy un dios que ha comido mal?». Esa ironía no afectaría a un hombre exaltado por el hachís, quien replicaría tranquilamente: «Es posible que haya comido mal, pero yo soy un Dios».

Pero esta vez ya no se trata de rebelión ni de lucha. La lucha y la rebelión implican siempre cierta cantidad de esperanza, en tanto que la desesperación es siempre muda. Allí donde no hay remedio, los dolores más grandes se resignan. Las puertas, en otro tiempo abiertas para el regreso, se han cerrado, y el hombre avanza con docilidad hacia su destino.

El autor no trata ya de persuadirnos de que las Confesiones fueron escritas, por lo menos en parte, en beneficio de la sanidad pública. Tenían por objeto, nos dice con más franqueza, mostrarnos el poder que tiene el opio de aumentar la facultad natural de la fantasía. Soñar magníficamente no es un don concedido a todos los mortales, e inclusive, en quienes lo poseen, corre el riesgo de que cada vez los disminuya más la disipación moderna en aumento constante y el progreso material turbulento. La facultad del ensueño es una facultad misteriosa y divina, pues por medio del sueño se comunica el hombre con el tenebroso mundo que lo rodea. Pero esa facultad necesita la soledad para desarrollarse libremente; cuanto más se concentra el hombre es tanto más capaz de soñar amplia y profundamente.

En fin, para expresarme de una manera más concisa, ¿no sería fácil probar, mediante una comparación filosófica entre las obras de un artista maduro y el estado de su alma cuando era niño, que el genio no es sino la infancia claramente formulada, dotada ahora de órganos viriles y potentes para poder expresarse? No tengo la pretensión, sin embargo, de entregar esta idea a la filosofía como algo más que pura conjetura.

Hay en todo ello muchas cosas que atañen a los médicos. Ahora bien, yo quiero hacer un libro, no de pura fisiología, sino de moral sobre todo. Quiero probar que los buscadores de paraísos hacen su infierno, lo preparan y lo profundizan con éxito, la previsión del cual tal vez los espantaría.