Plataforma - Michel Houellebecq (Apuntes)

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Sí, pensó Midge, eso es la desesperación. Algo glacial, un frío y una soledad infinitos. Hasta entonces, nunca había entendido que la desesperación era fría; siempre la había imaginado ardiente, vehemente, violenta. Pero no. La desesperación era eso: un abismo sin fondo de oscuridad helada, de intolerable soledad. Y el pecado de desesperación del que hablaban los sacerdotes era un pecado frío, que consistía en aislarse de cualquier contacto humano, cálido y vivo.

El caso es que a partir de los veinticinco o treinta años a la gente no le resultan nada fáciles los encuentros sexuales nuevos; y sin embargo siguen necesitándolos, es una necesidad que se desvanece muy despacio. Así que se pasan treinta años de su vida, casi toda su edad adulta, en un estado de carencia permanente.

Eso es lo maravilloso de ti: te gusta dar placer. Lo que los occidentales ya no saben hacer es precisamente eso: ofrecer su cuerpo como objeto agradable, dar placer de manera gratuita. Han perdido por completo el sentido de la entrega. Por mucho que se esfuercen, no consiguen que el sexo sea algo natural. No sólo se avergüenzan de su propio cuerpo, que no está a la altura de las exigencias del porno, sino que, por los mismos motivos, no sienten la menor atracción hacia el cuerpo de los demás. Es imposible hacer el amor sin un cierto abandono, sin la aceptación, al menos temporal, de un cierto estado de dependencia y de debilidad. La exaltación sentimental y la obsesión sexual tienen el mismo origen, las dos proceden del olvido parcial de uno mismo; no es un terreno en el que podamos realizarnos sin perdernos. Nos hemos vuelto fríos, racionales, extremadamente conscientes de nuestra existencia individual y de nuestros derechos; ante todo, queremos evitar la alienación y la dependencia; para colmo estamos obsesionados con la salud y con la higiene: ésas no son las condiciones ideales para hacer el amor. En Occidente hemos llegado a un punto en que la profesionalización de la sexualidad se ha vuelto inevitable. Desde luego, también está el sadomaso. Un universo puramente cerebral, con reglas precisas y acuerdos establecidos de antemano. A los masoquistas sólo les interesan sus propias sensaciones, quieren saber hasta dónde pueden llegar por el camino del dolor, un poco como los aficionados a los deportes extremos. Los sádicos son harina de otro costal, siempre van lo más lejos que pueden, quieren destruir: si pudieran mutilar o matar, lo harían.

Si hay que pagar por la sexualidad, es mejor que sea, en cierta medida, una sexualidad indiferenciada. Como todo el mundo sabe, una de las primeras cosas que la gente experimenta cuando entra en contacto con otra raza es esa indiferenciación, esa sensación de que todo el mundo, poco más o menos, se parece físicamente. El efecto se desvanece al cabo de unos meses de estancia, y es una pena, porque corresponde a una realidad: en el fondo, los seres humanos se parecen muchísimo. Sí, se puede distinguir entre hombres y mujeres, y si se quiere, entre edades diferentes; pero cualquier distinción más exhaustiva responde en cierto modo a la pedantería, y probablemente al aburrimiento. La gente que se aburre fomenta distinciones y jerarquías, es uno de sus rasgos característicos. Según Hutchinson y Rawlins, el desarrollo de los sistemas de dominación jerárquica en el seno de las sociedades animales no corresponde a ninguna necesidad práctica, a ninguna ventaja selectiva; simplemente es un medio para luchar contra el aplastante aburrimiento de la vida en plena naturaleza.