Muchos hablan de la ira como factor negativo, pero la ira, lejos de expresar furia incontenible, es el estado básico de nuestra realidad. Vivimos en ese estado de modo permanente, gracias al mundo tan rápido y absurdo que nos rodea, pero nos alejamos de ese estado por medio de la hipocresía. La ira nos hace levantarnos de nuestros escombros, consecutivamente; al someter nuestras acciones al escrutinio nos encontramos con la furia contenida nacida de la no-acción o por la acción tardía. Es la fuerza divina que nos motiva a desprendernos de las personas cuando es necesario, que nos hace aprender a rechinar los dientes para sobrevivir, a juzgarnos como mínimos para no llegar a la mediocridad. La ira, en su ambición de conocimiento, engendra destrucción mientras trastorna nuestro entorno y los estados preconcebidos de la tranquilidad, destroza a los seres que se acercan y que no tienen la suficiente fuerza de soportarnos.
En estados de crisis es una buena compañera siempre y cuando no se abuse de ella. Si se llega a la destrucción constante, el cuerpo reacciona cansado, parco, adolorido. En esos casos es necesario retornar a la tranquilidad para volver a sentir la armonía.
Lo que nos queda es prestarnos al juego, ir de un extremo al otro, hasta lograr que la ira conviva con la tranquilidad, y que esta sea uno de los motores del movimiento.