Dance Dance Dance - Murakami - 1988 (Apuntes)

Dance Dance Dance - Murakami - 1988 (Apuntes)

Cásate con una mujer de la luna y crea con ella una estupenda familia de lunáticos”, me dice con dulzura. “Es lo mejor que puedes hacer.

Por otra parte, hay personas que se ven arrastradas por esa cabalidad que llevo dentro. Son escasas, pero existen. Esas personas —sean hombres o mujeres— y yo nos atraemos y después nos alejamos con toda naturalidad, como astros errantes en el oscuro espacio del cosmos. Vienen a mí, se relacionan conmigo y un buen día se marchan. Se convierten en mis amigos, mis amantes, mi mujer. Algunos también pueden volverse enemigos. Pero, al final, siempre se alejan de mí. Se rinden o se desesperan o se quedan callados (aunque se abra el grifo, ya nada sale) y se marchan. Mi vivienda tiene dos puertas. Una de entrada y otra de salida. No son intercambiables. No se puede salir por la entrada o entrar por la salida. Así está establecido. La gente entra por la entrada y sale por la salida. Hay distintas formas de entrar y salir. Pero al final todos salen. Algunas personas lo hacen a fin de probar nuevas posibilidades y otras para ahorrar tiempo. Otras porque mueren. No queda nadie. En mi apartamento no hay nadie, aparte de mí. Y siempre noto la ausencia de los que se han marchado. Las palabras que pronunciaron, sus alientos, las canciones que susurraron, las veo flotar como polvo en cada rincón de mi apartamento.


Al amanecer, mientras contemplaba absorto la Luna, me pregunté hasta cuándo seguiría así. Dentro de poco me encontraré en alguna parte con otra mujer, me dije. Nos atraeremos de forma natural, como dos astros errantes. Entonces volveremos a esperar en balde un milagro, perderemos el tiempo, desgastaremos nuestros corazones y nos despediremos. ¿Hasta cuándo iba a seguir así?

También recordé el pequeño bar al que iba con mi difunto amigo. Solíamos pasar allí las horas muertas. Pero, si lo pienso bien, creo que fue el tiempo más sustancial de mi vida. Es extraño. Me acordé de la vieja música que ponían. Éramos universitarios. Fumábamos y tomábamos cervezas.
Necesitábamos un sitio así. Hablábamos de todo un poco, pero no recuerdo exactamente de qué.
Sólo recuerdo que hablábamos de diferentes temas.
Él está muerto.
Se murió cargando con todo.
Entrada y salida.


Lo cierto, sin embargo, era que estaba muy solo. Nada me ataba a nadie. El problema era mío. Estoy intentando recuperarme a mí mismo, me decía, pero no estoy atado a nadie.
¿Cuándo había sido la última vez que había amado de verdad a alguien?

Se veía a primera vista que era el típico profesional del negocio hotelero. Me he encontrado con personajes así en varias ocasiones por trabajo. Son tipos peculiares. Por lo general, siempre sonríen, y pueden esgrimir sonrisas de veinticinco clases distintas. Existe la cortés sonrisa sarcástica, y la sonrisa de satisfacción contenida en su justa medida. De las sonrisas posibles, perfectamente graduadas en una escala que va del 1 al 25, utilizan una u otra en función de las circunstancias, como si fueran palos de golf.

—Lo que quiero decir es que el dolor se vuelve crónico. Engullido por la vida diaria, uno deja de saber cuáles son las heridas. Pero están ahí. Así son las heridas: no se pueden coger y mostrar; las únicas que se pueden mostrar son heridas menores.

Me dolían las sienes. Fui a la cocina y me serví otro trago. Todo yo temblaba. La montaña rusa volvió a ponerse en marcha ruidosamente. Todo está conectado, había dicho el hombre carnero.
Todoestáconectado, reverberó mi pensamiento.
Diversas cosas empezaban a conectarse.

—Ya tenemos más de treinta años. Todos tenemos que madurar, nos guste o no —dije yo.
—Tienes razón. Antes creía que me haría mayor poco a poco, año tras año —dijo Gotanda con la mirada clavada en mis ojos—. Pero no. Uno se hace adulto de golpe y porrazo.

Ella seguía escuchándome sin dejar de sonreír. Pero en realidad no me prestaba atención. Era como hablar con una pared. Sencillamente, se sentía sola y quería que alguien le hiciera el amor. Y ese día me tocó a mí. Suena terrible, pero es así. Ella no es como tú o como yo. Para ella la soledad es algo de lo que cualquiera puede librarla. Basta con que alguien lo haga y punto, no va más allá. 

Tuve un mal presentimiento. El caballo estaba muerto y los tambores indios habían enmudecido. Todo estaba demasiado silencioso. Me rasqué la sien.

Obviamente, yo no tenía ni idea de qué camino tomaría Yuki. Todo ser humano alcanza su cúspide, cada uno a su manera. Una vez que ha ascendido, no le queda más remedio que bajar. Nadie sabe dónde está esa cúspide. Uno se pregunta si todavía no la ha alcanzado y, de pronto, ya has cruzado la divisoria. Nadie lo sabe. Unos la alcanzan a los doce años y luego arrastran una vida insulsa. Otros no paran de ascender toda su vida. Otros aún mueren en la cúspide. Muchos poetas y compositores viven a merced de una furiosa racha de viento, y ascienden a tales alturas que no logran sobrepasar la treintena. Pero otros, como Pablo Picasso, siguen pintando con intensidad cumplidos los ochenta años.
¿Y yo?, me pregunté.
La cúspide, pensé. ¿La habré alcanzado ya?, me pregunté. Si miro atrás, me parece que apenas he vivido. Pequeñas vicisitudes. Altibajos. Sólo eso. No he creado nada. He amado y he sido amado, pero ya no queda nada. Un paisaje extrañamente llano y monótono. Es como si caminara dentro de un videojuego. Como el Pac-Man. Engullo una línea de puntos dentro de un laberinto. Lo único seguro es que un día tendré que morir.

Sacó otro cigarrillo, lo encendió, le dio una calada y lo dejó en el cenicero. Imaginé que se olvidaría de él, y eso fue lo que pasó. Me sorprendió que nunca hubiera provocado un incendio. Ahora comprendía lo que Makimura quiso decir cuando me explicó que vivir con ella había desgastado su vida y su talento. Ame era de esas personas que no daban, que no ofrecían. Todo lo contrario: necesitaba ir tomando algo de cada persona que la rodeaba. Sin embargo la gente no podía evitar ser generosa con ella. Y es que su talento tenía una poderosa capacidad de absorción. Y ella se creía con derecho a comportarse así. Armonía y tranquilidad: todo el mundo debía esforzarse para que ella las alcanzara.


—No debí hacerlo —le dije—. Tenía que haberme negado y haberle pedido que se marchase. Pero estaba cansado y la cabeza no me respondió. Soy un tipo con muchos defectos. Los defectos suelen conducir a errores. Pero aprendo de ellos. Procuro no cometer el mismo error dos veces. Aun así, a veces tropiezo con la misma piedra. ¿Por qué? Es muy fácil: por mi idiotez y porque no soy perfecto. Entonces me doy asco. Y procuro no cometer por tercera vez el mismo error. Aunque sea poco a poco, voy mejorando. Algo es algo.

En fin, lo que quiero decir es que la necesidad se crea artificialmente. Es un montaje. Te generan la ilusión de que necesitas lo que nadie necesita. Un espejismo. Es muy sencillo. Basta con bombardearte: hay que vivir en Minato; si te compras un coche, tiene que ser un BMW; y el reloj que sea un Rolex. Se repite el mismo mantra una y otra vez. Y todos lo acaban creyéndoselo: hay que vivir en Minato; si te compras un coche, tiene que ser un BMW, y el reloj que sea un Rolex. Algunos creen que con esas cosas logran diferenciarse de los demás. Piensan que son diferentes. No se dan cuenta de que, comportándose así, acaban siendo como todos los demás. Les falta imaginación. Todas esas cosas son artificiales. Mera fantasía. Yo estoy harto de todo eso. Estoy harto de esta clase de vida. Quiero llevar una vida normal. Pero es imposible. La agencia me tiene bien cogido. Para ellos soy como una muñeca con la que jugar a vestirla. Como tengo deudas, no puedo rechistar. Si les digo que quiero hacer tal cosa, no me hacen caso.

—¿Qué puedo hacer? —dijo al cabo de un rato.
—No tienes que hacer nada —le dije—. Sólo guardarte para ti aquello que no se puede expresar con palabras. Por cortesía hacia los muertos. Con el tiempo entenderás muchas cosas. Lo que tenga que permanecer, permanecerá; lo que no, no permanecerá. El tiempo soluciona la mayor parte de las cosas. Lo que no pueda solucionar el tiempo, lo solucionarás tú. ¿Te resulta muy difícil de entender lo que digo?

Contar con la posibilidad de la autodestrucción era lo único que le permitía seguir adelante. Pero no duraría siempre. En algún momento tenía que abrir la puerta y salir. Él lo sabía. Tan sólo aguardaba la ocasión.

Maldije el mundo. Lo maldije de corazón, intensamente. El mundo estaba lleno de muertes absurdas que dejaban un regusto amargo. Me sentía impotente frente a todo eso y estaba manchado por la mugre del mundo de los vivos. La gente llegaba por la entrada y se iba por la salida. Los que se marchaban no regresaban jamás. Observé mis propias manos. El olor de la muerte me impregnaba las palmas. Esos olores «no desaparecen por mucho que me las lave. Nunca desaparecerán», había dicho Gotanda.
Dime, hombre carnero, ¿es así como uno se vincula a tu mundo? ¿Voy a poder conectarme con tu mundo a través de toda esta muerte sin fin? ¿Qué más voy a perder? Quizá ya nunca sea feliz, como me dijiste. No me importa. Pero esto no, esto es demasiado horrible.
De pronto recordé un libro sobre ciencia que había leído de pequeño. Una de las secciones se titulaba: «¿Qué sería del mundo sin fricción?». «Sin fricción», explicaba el libro, «la fuerza centrífuga de rotación diseminaría por el espacio todo lo que hay sobre la Tierra.» Así me sentía yo.
¡Cucú!, dijo Mei.

Yumiyoshi, no me dejes más solo de lo que estoy, le rogué. Te necesito. No quiero seguir solo. Sin ti, siento que una fuerza centrífuga me va a arrojar hacia la otra punta del cosmos. Te lo pido por favor: déjame ver tu cara, sujétame. Quiero que me sujetes al mundo real. No quiero unirme al Club de los Fantasmas. Soy un tipo de treinta y cuatro años como cualquier otro. Te necesito.

Yumiyoshi dormía profundamente entre mis brazos. Pero a mí me era imposible conciliar el sueño. Dentro de mi cuerpo no había ni una pizca de sopor. Estaba tan despierto como un pozo seco. Abrazaba su cuerpo envolviéndolo suavemente. De vez en cuando, lloraba en silencio. Lloré por todo lo que había perdido y por lo que me quedaba por perder. En realidad sólo lloré un poquito. El cuerpo de Yumiyoshi era suave, marcaba el tiempo cálidamente entre mis brazos. Y el tiempo daba forma a la realidad. Al cabo de un rato amaneció. Alcé la cabeza y contemplé cómo las agujas del despertador sobre la mesilla de noche se movían despacio al compás del tiempo real. Avanzaban lenta, muy lentamente. El cálido aliento de Yumiyoshi me humedecía la parte interna del brazo.