La vida me ha premiado al ver al escorpión en sus diferentes facetas. He contemplado la niña-escorpión en su caparazón, culpándose del dolor y juzgándose por sus pequeños actos de crueldad, sopesando si es mejor no tener sentimientos, no regodeándose de su sexo no virginal.
Tiempo después, en mis múltiples viajes carnívoros conocí a la chica-escorpión a quien mi cabeza le atribuyo el seudónimo de Chica-Arcoíris. Tan hermosa floreciente como un Enero en primavera, delicada y soberbia, creyente de sí misma y a la vez insegura del universo. Ella me cautivó y me fascinó, pero la magia acabo y ella se alejó mientras yo sostenía palabras que continuo guardando, esperando que no florezcan para otra persona hasta que venga el cruel futuro.
Finalmente, luego de recorrer la sonrisa extraviada del misantropismo, conocí a la Mujer-Escorpión. Cual faraona encumbrada en su trono magno estaba rodeada de súbditos que le alaban sin tregua. Esa mujer me permitió conocer la ira mezclada con la frialdad, el rencor del mal enamoramiento a pesar del tiempo. Sin embargo pese a la máscara que muestra de ira y su personalidad herida, pude contemplar también su lado tierno, su cara sonriente y su intranquilidad femenina. Pude comprender el daño y abrazarla sin miedo a su aguijón, pues a pesar de ser solo un pez sé que cada uno posee momentos de paz y de guerra, pero la esencia es algo que permanece.
Veo a las tres en mi memoria, y simplemente me muevo en el arroyo, esperando con paciencia lo que depare la vida.