Cien corazones (Gog - Giovanni Papini)
Concord, marzo
Mi donación de trescientos mil dólares a la Universidad de W. me ha dado derecho a visitar, siempre que lo desee, los nuevos laboratorios.
El más perfecto —según dicen los miembros del Trustee— es el de fisiología, dirigido por el célebre Fruhestadt, alemán americanizado. Cuando le visité se realizaban grandes experimentos sobre la vida autónoma del corazón. Ya un fisiólogo italiano había conseguido hacer vivir durante algunos días un corazón de rana, extraído del animal y conservado en una solución salina. El profesor Fruhestadt investigaba si el corazón de los demás animales tiene la misma propiedad. El cerdo había respondido más que ningún otro a sus esperanzas. Pude ver dos corazones de cerdos sumergidos en un líquido casi límpido que palpitaban regularmente, como si estuviesen todavía vivos.
—Observe una cosa extraña —dijo sonriente el ayudante que me acompañaba—. El corazón del cerdo es el que más se parece al corazón del hombre, por la forma y por las dimensiones. Y no desesperamos de poder intentar el experimento con nuestra especie, si conseguimos los permisos necesarios. Reflexionando sobre las palabras del ayudante me vino a la memoria mi colección de gigantes. El problema que me preocupaba —hacer una colección de seres vivientes que no se escapen— me pareció resuelto.
Propuse el asunto al profesor Fruhestadt. Dentro de un mes, al precio de cien dólares la pieza, debía proporcionarme la colección que deseaba. Lo he conseguido: trescientos setenta cerdos fueron sacrificados —y naturalmente vendidos a precios normales— y ahora tengo aquí, en una luminosa galería del cottage de Concord, una de las más originales colecciones del mundo.
A ambos lados, en repisas de pino, se hallan alineados cien bocales de cristal en donde están palpitando cien corazones de un rojo oscuro. En la disolución que conserva su actividad muscular —y que el asistente renueva cada día— los cien corazones se contraen con ritmo cansado e irregular, pero continuo. Cien motores de carne que trabajan en vano, separados de los aparatos que animaban.
Aquel eterno latido cardíaco sin objeto ni sentido me atrae fuertemente y me sugiere extraños pensamientos. Me complazco en imaginar, seducido por la semejanza, que poseo cien corazones de hombres, cuerpos calientes y vivos, cien corazones que sufrieron, que gozaron, que conocieron la parálisis del miedo y el aceleramiento del amor. Ahora únicamente son un simulacro de vida: se han libertado de la criatura a quien sirvieron; palpitan gratuitamente, para nada, para nadie. Tan sólo para divertirme, pues no he podido sufrir nunca los deliquios de los poetas y de los novelistas sobre el corazón.
Este símbolo ideal de todas las imbecilidades sentimentales, de todas las eyaculaciones patéticas, aquí está reducido a su mecánica materialidad, en estos grandes bocales. Los cuerpos a que pertenecían estos corazones han muerto, las almas se han desvanecido, y este negruzco músculo, en forma de pera, continúa estúpidamente palpitando bajo el cristal, como si algo bello y noble correspondiese todavía a sus latidos.