Cosmocrátor (Gog - Giovanni Papini)

Cosmocrátor (Gog - Giovanni Papini)

New Parthenon, 2 noviembre

Tengo miedo de haberme equivocado de planeta. Aquí estamos demasiado estrechos. No hay bastante sitio para mí.
O tal vez me he equivocado de siglo. Mis verdaderos contemporáneos murieron hace miles de años o tienen todavía que nacer.
El hecho es que me siento extranjero en todas partes y mortificado. La Tierra es un puñado de estiércol resecado y de orina verde, a la que se da la vuelta hoy en pocas horas, mañana en pocos minutos. Y no hay ocupaciones a propósito y dignas para uno que sienta dentro de sí los apetitos y las fantasías de un titán.
Pienso a veces que Asia podría ser mi factoría; África, mi campo de caza o mi jardín de invierno; América del Norte, mi fábrica con las administraciones anejas; la del Sur, los pastos para mis rebaños; Europa, mi museo y mi villa de descanso. Pero sería siempre una manera mezquina de vivir. Tener el Atlántico como piscina, el Pacífico como pesquería, el Etna como calorífero, tomar duchas bajo el Niágara, poseer Australia como parque zoológico y el Sáhara como terraza para los baños de sol, son cosas que parecerían, a las estúpidas criaturas que se alojan en esta esfera de quinta magnitud, portentosas o monstruosas.
Para mí, en cambio, desearía algo más. Ser el Cosmocrátor supremo, el director de la vida universal, el ingeniero jefe del teatro del mundo, el gran prestidigitador de la tierra y de los mares: esto sería mi verdadera vocación. Pero no pudiendo ser Demiurgo, la carrera de Demonio es la única que no deshonra a un hombre que no forma parte del rebaño.
Si pudiese, por ejemplo, desencadenar el hambre en un continente, desmenuzar en repúblicas de San Marino y de Andorra un imperio, destruir una raza, separar Europa de Asia por medio de un canal desde el mar de Botnia al Caspio, obligar a todos los hombres a hablar y a escribir una sola lengua, creo que por dos o tres años conseguiría hacer desaparecer mi eterno aburrimiento.
Me gustaría también tener en mi casa, bajo mi mando, a un presidente de República como mecanógrafo, a un rey cualquiera para chófer, a una reina desposeída como cocinera, al Kaiser como jardinero, al Mikado como portero y sobre todo tener a mi servicio, como ídolo doméstico y parlante, a un Dalai-Lama, esto es, un dios vivo. ¡Con cuánta voluptuosidad desfogaría sobre esos grandes, reducidos a esclavos, la desesperación de mi insoportable pequeñez!

Un momento de comprensión (El Tao del Gun Fu - Bruce Lee)

Un momento de comprensión (El Tao del Gun Fu - Bruce Lee)

El gung fu es un tipo especial de habilidad; más una de las bellas artes que un mero ejercicio físico. Es un arte sutil en el que hay que emparejar la esencia de la mente con la de las técnicas en las que tiene que trabajar. El principio del gung fu no es algo que pueda aprenderse, como una ciencia, a base de buscar hechos y de una instrucción en hechos. Tiene que crecer espontáneamente, como una flor, en una mente libre de emociones y de deseos. El núcleo de este principio del gung fu es el tao, la espontaneidad del universo. 

Tras cuatro años de intenso entrenamiento en el arte del gung fu, comencé a comprender y a sentir el principio de la amabilidad, el arte de neutralizar el efecto del esfuerzo del oponente y de minimizar el propio gasto de energía. Todo esto puede hacerse en calma y sin tensión. Parecía sencillo, pero su aplicación práctica resultó difícil. En cuanto entraba en combate con un oponente, mi mente quedaba completamente perturbada e inestable. Y después de una serie de intercambios de golpes y patadas, toda mi teoría de la amabilidad había desaparecido. Mi único pensamiento en este punto era “de un modo u otro debo batirle y vencerle”. 

Mi instructor de aquel entonces, el profesor Yip Man, director de la escuela Wing Chun de gung fu, se acercaba y me decía: “Tranquiliza, relaja y calma tu mente. Olvídate de ti mismo y sigue los movimientos del oponente. Deja que tu mente, la realidad básica, haga el contramovimiento sin que interfiera ninguna deliberación. Sobre todo, aprende el arte del desapego”. 

“¡Eso es!”, pensé. “¡Debo relajarme!”. Sin embargo, en aquel mismo momento acababa de hacer algo contradictorio con mi voluntad. Esto ocurrió en el preciso momento en el que dije “yo” <+> “debo” <-> “relajarme”. La exigencia de un esfuerzo en el “debo” ya era de por sí inconsistente con la carencia de esfuerzo en “relajarme”. Cuando mi aguda timidez crecía hasta lo que los psicólogos llaman el tipo “doble atadura”, mi instructor volvía a acercarse y me decía: “Tranquilízate, resérvate siguiendo los giros naturales de las cosas y no interfieras. Recuerda que nunca debes imponerte contra la naturaleza; nunca te sitúes en oposición frontal contra ningún problema; debes controlarlo balanceándote con él. No practiques esta semana. Vete a casa y piensa en ello”. 

La semana siguiente me quedé en casa. Después de pasar muchas horas de meditación y práctica, lo dejé y me fui a navegar solo en un junco. En el mar pensé en todo mi entrenamiento anterior y me enfadé conmigo mismo y le di un puñetazo al agua. Justo entonces —en aquel momento— me vino súbitamente un pensamiento a la mente: ¿no era aquella agua la misma esencia del gung fu? ¿No acababa aquella agua de ilustrarme el principio del gung fu? La golpeé pero no sufrió ningún daño. La volví a golpear con toda mi fuerza, pero no sufrió ninguna herida. Traté entonces de agarrar un puñado, pero resultó imposible. Esta agua, la sustancia más blanda del mundo y que puede estar contenida en el recipiente más pequeño, parecía débil sólo en apariencia. En realidad, podía penetrar la sustancia más dura del mundo. ¡De eso se trataba! Yo quería ser como la naturaleza del agua. 

De súbito pasó un pájaro volando y dejó su reflejo en el agua. Justo entonces, mientras yo estaba absorto en la lección del agua, otro sentido místico de significado oculto se me reveló: los pensamientos y las emociones que yo experimentaba hallándome enfrente de un oponente, ¿no deberían pasar como el reflejo del pájaro sobrevolando el agua? Esto era exactamente lo que el profesor Yip quería decir al hablar de desligarse: no estar sin emociones ni sentimientos, sino ser alguien en quien los sentimientos no fueran pegadizos ni estuvieran bloqueados. Por tanto, para controlarme a mí mismo, primero debo aceptarme yendo con y no contra la naturaleza. 

Me tumbé en la barca y sentí que me había unido con el tao; me había hecho uno con la naturaleza. Me quedé allí tendido y dejé que mi barca fuera libremente a la deriva según su propia voluntad, ya que en aquel momento yo había alcanzado un estado de sentimiento interior en el que la oposición se había vuelto mutuamente cooperativa en lugar de mutuamente exclusiva, donde ya no había ningún conflicto en mi mente. La totalidad del mundo para mí era uno.

Asesinato fingido (Gog - Giovanni Papini)

Asesinato fingido (Gog - Giovanni Papini)

New Parthenon, 23 junio

El instinto de homicidio ha sido en mí muy fuerte desde la primera adolescencia. La idea de reducir al mutismo eterno ciertas voces que me molestaban, de ocultar bajo un metro de tierra una cara que no podía sufrir, me ha tentado siempre. Pero veía que en la civilización occidental el asesinato era mal visto y, además, ocupación de la hez del pueblo. Apenas comencé a leer libros de historia, mis héroes fueron Tamerlán con sus pirámides de cráneos, Herodes con sus matanzas en masa, Calígula con sus fiestas diarias de ejecuciones.
¡Si al menos hubiese nacido en los tiempos en que un propietario tenía derecho sobre la vida y la muerte de sus esposas, sus hijos y sus esclavos! Entonces un hombre honrado podía darse esta satisfacción —natural en nuestra especie—, sin remordimientos ni temor de represalias legales. Y tal vez el que había hecho desaparecer a uno de los suyos se volvía más humano y generoso para los que le
quedaban.
Hoy no hay más que la guerra. Pero en la guerra el homicidio es anónimo, y raras veces se ven los efectos de la propia obra. Además no se puede escoger, y donde falta la elección falta la satisfacción. ¿Se tomaría una esposa sacada a la suerte? No he podido ir a la guerra y he resistido siempre a las tentaciones. Ahora he hecho fabricar fantoches de piel pintada, vestidos como hombres reales. Son copias perfectas de mis enemigos, de la gente que me es odiosa. En el interior contienen, en los centros
vitales, saquitos llenos de un líquido rojo.
De cuando en cuando, si se me ocurre, los hago colocar de pie entre los árboles de mi parque. Y mientras me paseo, apenas veo aparecer uno, disparo, le tumbo y una falsa sangre sale de la herida.
Es una distracción, y tal vez una expansión saludable. Pero no es lo mismo: falta el grito, falta mi estremecimiento, el sentido de lo irreparable, de la autenticidad…
No, no es la misma cosa…

Cien corazones (Gog - Giovanni Papini)

Cien corazones (Gog - Giovanni Papini)

Concord, marzo

Mi donación de trescientos mil dólares a la Universidad de W. me ha dado derecho a visitar, siempre que lo desee, los nuevos laboratorios.
El más perfecto —según dicen los miembros del Trustee— es el de fisiología, dirigido por el célebre Fruhestadt, alemán americanizado. Cuando le visité se realizaban grandes experimentos sobre la vida autónoma del corazón. Ya un fisiólogo italiano había conseguido hacer vivir durante algunos días un corazón de rana, extraído del animal y conservado en una solución salina. El profesor Fruhestadt investigaba si el corazón de los demás animales tiene la misma propiedad. El cerdo había respondido más que ningún otro a sus esperanzas. Pude ver dos corazones de cerdos sumergidos en un líquido casi límpido que palpitaban regularmente, como si estuviesen todavía vivos.
—Observe una cosa extraña —dijo sonriente el ayudante que me acompañaba—. El corazón del cerdo es el que más se parece al corazón del hombre, por la forma y por las dimensiones. Y no desesperamos de poder intentar el experimento con nuestra especie, si conseguimos los permisos necesarios. Reflexionando sobre las palabras del ayudante me vino a la memoria mi colección de gigantes. El problema que me preocupaba —hacer una colección de seres vivientes que no se escapen— me pareció resuelto.
Propuse el asunto al profesor Fruhestadt. Dentro de un mes, al precio de cien dólares la pieza, debía proporcionarme la colección que deseaba. Lo he conseguido: trescientos setenta cerdos fueron sacrificados —y naturalmente vendidos a precios normales— y ahora tengo aquí, en una luminosa galería del cottage de Concord, una de las más originales colecciones del mundo.
A ambos lados, en repisas de pino, se hallan alineados cien bocales de cristal en donde están palpitando cien corazones de un rojo oscuro. En la disolución que conserva su actividad muscular —y que el asistente renueva cada día— los cien corazones se contraen con ritmo cansado e irregular, pero continuo. Cien motores de carne que trabajan en vano, separados de los aparatos que animaban.
Aquel eterno latido cardíaco sin objeto ni sentido me atrae fuertemente y me sugiere extraños pensamientos. Me complazco en imaginar, seducido por la semejanza, que poseo cien corazones de hombres, cuerpos calientes y vivos, cien corazones que sufrieron, que gozaron, que conocieron la parálisis del miedo y el aceleramiento del amor. Ahora únicamente son un simulacro de vida: se han libertado de la criatura a quien sirvieron; palpitan gratuitamente, para nada, para nadie. Tan sólo para divertirme, pues no he podido sufrir nunca los deliquios de los poetas y de los novelistas sobre el corazón.
Este símbolo ideal de todas las imbecilidades sentimentales, de todas las eyaculaciones patéticas, aquí está reducido a su mecánica materialidad, en estos grandes bocales. Los cuerpos a que pertenecían estos corazones han muerto, las almas se han desvanecido, y este negruzco músculo, en forma de pera, continúa estúpidamente palpitando bajo el cristal, como si algo bello y noble correspondiese todavía a sus latidos.

A. A. y W. C. (Gog - Giovanni Papini)


A. A. y W. C. (Gog - Giovanni Papini)

Londres, 3 agosto

Salgo de un inmenso restaurante de lujo. ¡Horrible! Nada más repugnante que todas aquellas bocas que se abren, que aquellos millares de dientes que mastican. Los ojos atentos, ávidos, brillantes; las mandíbulas que se contraen y se mueven; las mejillas que, poco a poco, se vuelven encarnadas… La existencia de los comedores públicos es la prueba máxima de que el hombre no ha salido todavía de la fase animalesca. Esta falta de vergüenza, hasta en aquellos que se creen nobles, refinados, espirituales, me espanta. El hecho de que la mente humana no ha asociado todavía la manducación y la defecación, demuestra nuestra grosera insensibilidad. Sólo algunos monarcas de Oriente y los Papas de Roma han llegado a comprender la necesidad de no tener testigos en uno de los momentos más penosos de la servidumbre corporal, y comen solos, como deberíamos hacer todos.
Llegará un tiempo en que causará estupefacción nuestra costumbre de comer en compañía —¡al aire libre y en presencia de extraños!—, como hoy sentimos disgusto al leer que Diógenes, el cínico, satisfacía en medio de la plaza sus más inmundos instintos. La necesidad de engullir fragmentos de plantas y de animales para no morir, es una de las peores humillaciones de nuestra vida, uno de los más torpes signos de nuestra subordinación a la tierra y la muerte. ¡Y en vez de satisfacerla en secreto, la consideramos como una fiesta, hacemos de ella una ceremonia visible, la ofrecemos como espectáculo cotidiano, con la indiferencia de los brutos!
En mi caso, en el Nuevo Partenón, he suprimido desde hace tiempo la costumbre cuaternaria de las comidas en común. En los corredores hay puertas cerradas con un cartelito encima donde aparecen las dos letras A. A. Todos los huéspedes saben que allí dentro, a cualquier hora, se halla comida y bebida. Son cuartitos pequeños, pero luminosos, con una sola mesa y una silla única. El que tiene hambre va allí dentro y se encierra. Cuando se ha saciado sale, sin ser visto, y vuelve a sus ocupaciones o a su vagar. Camareros encargados de aquel servicio visitan algunas veces al día aquellos gabinetes, hacen desaparecer los platos sucios y proveen de alimentos bien preparados que se mantienen calientes durante muchas horas. En la proximidad de cada cabina de alimentación hay un water-closet con los últimos perfeccionamientos higiénicos.
¿Dentro de cuántos siglos será adoptado mi sistema en todas las moradas de los hombres?