Conversación 32 - ASCENZIA (El libro negro - Giovanni Papini)
Tierra del Fuego, 21 de octubre.
No pude permanecer más de veinticuatro horas en esta singularísima ciudad, donde todos los extranjeros son considerados espías enemigos. Un enviado del rey me acompañó sin dejarme un solo momento, ni siquiera durante las horas del sueño.
En cuanto pude captar, los habitantes están divididos en seis castas, cada una de las cuales tiene un color determinado. Los sacerdotes deben vestir enteramente de blanco, los conductores del pueblo de rojo, los ricos y los comerciantes de amarillo, los maestros y los artistas de verde, los servidores y esclavos de negro. Las mujeres, de cualquier condición o estado que sean, visten de violeta hasta los cuarenta años, y después de castaño.
Todo el que viola esas normas es desnudado y expuesto como vino al mundo en una jaula de hierro situada en la plaza mayor de la ciudad. Todo ciudadano, sea hombre o mujer, debe llevar en el pecho un trozo de género en forma rectangular donde está escrito con caracteres bien marcados su nombre y apellido, su dirección y la fecha de nacimiento. Así pues, con una ojeada a la ropa y al cartelito, cualquiera puede saber la casta, el nombre y la edad del que pasa a su lado, del que está sentado junto a sí, del que entra en una oficina o en un comercio. Nadie puede ocultar sus datos, el incógnito es juzgado como actitud culpable.
El gobierno de Ascenzia es una democracia pura, pero de una forma completamente diversa de las demás. Los nombres de los ciudadanos cuya edad oscila entre los veinticinco y los sesenta y cinco años, son insaculados en grandes urnas. Cada siete días un niño extrae un nombre, y el así designado por la suerte será rey de la ciudad durante una semana. Con el mismo sistema se extraen cien nombres más, y los agraciados desempeñan durante el mismo período de tiempo el oficio de parlamentarios.
Pedí explicaciones al hombre que me acompañaba acerca de tan absurdo método; me respondió que, como lo habían notado sus antepasados, en las democracias todos aspiraban a mandar y gobernar. Con el sistema elegido por ellos tal deseo era satisfecho con más generosidad que en otras partes, pues al cabo de un año eran más de cinco mil los ciudadanos que habían participado directamente en el gobierno de la ciudad. De ese modo, además, se evitaban los peligros de las camarillas y patrocinios, tan funestos para la libertad cuando el que gobierna permanece durante mucho tiempo en el poder.
Le hice notar que en esa forma se suprimía lo que se llama en otras partes «elección», o sea, escoger a los mejores. Mi guía no se inmutó lo más mínimo por tan ingenua crítica, y me replicó:
—Debería saber usted que en las repúblicas, los hombres más inteligentes y honrados, procediendo por instinto y por autodefensa, rehuyen ocuparse en la vida política, la que es tenida por ellos como basta e infecta, de modo que los electores se ven forzados a elegir entre las personas menos geniales y menos íntegras. En cambio, con nuestro sistema nadie puede rehuir el sacrosanto deber de guiar por turno la cosa pública, y frecuentemente sucede que son señalados por la suerte hombres estimados por su ingenio y sus virtudes, cosa que casi nunca sucede en las demás repúblicas. Al mismo tiempo se ahorra el gasto desenfrenado de mentiras y de dinero que se hace en las elecciones comunes.
—Pero ¿no es demasiado breve el período del mandato?
—También esta costumbre nuestra tiene sus ventajas. En caso de que los designados por el sorteo sean imbéciles o malvados, poco es el daño que pueden hacer en el breve lapso de siete días; en cambio, si son personas rectas e inteligentes, la misma brevedad del tiempo acordado les estimula a proceder prestamente, a efectuar sin demora lo que consideran útil para el bien común.
»Ese sistema de gobierno, aun siendo tan extraño, es superado en singularidad por la religión dominante en Ascenzia. Casi todos los habitantes siguen la antigua doctrina de Zaratustra, por lo cual creen en una divinidad creadora y bondadosa que lucha contra otra divinidad destructora y pésima. Mas, de esa doctrina sus seguidores deducen una consecuencia increíble y jamás pensada: su culto, las oraciones, ritos y sacrificios, son tributados únicamente a la divinidad mala, o sea al Diablo. Todos los santuarios están consagrados al Demonio, todos los sacerdotes están al servicio de Satanás. Las razones con que justifican tan diabólica adoración merecen ser consignadas, aun cuando tengan sabor a paradojas infernales. Afirman sus teólogos que Dios es un padre amoroso, y por su naturaleza eterna no puede menos que amar y perdonar. No tiene necesidad de ofrendas ni de oraciones, sabe mejor que nosotros lo que se precisa cada día y no puede menos que proteger a sus hijos. El Dios malo, por el contrario, necesita ser adulado, propiciado, implorado, a fin de que no se ensañe contra nosotros. Se dedican ofrendas y tributos a los monstruos con la esperanza de que no se ensañen contra nosotros. Pues tal cosa es la que hacemos con el demonio. El mayor pecado del diablo es la soberbia, y por lo tanto nuestro culto exclusivo hacia él, nuestras alabanzas a su poder, nuestra perenne y humilde veneración logran halagarlo, dulcificarlo, ablandarlo, de tal manera que sus venganzas nos alcanzan mucho menos que a otros pueblos. El Dios Bueno, en su bondad infinita tiene compasión de nuestro miedo y debilidad, y sabe perfectamente que, aun cuando el culto externo sea para el Demonio, nuestro amor interno es para Él.
El delegado del rey, que me hizo saber todas estas cosas, no me dejó entrar en ningún templo de la ciudad, aun cuando le ofrecí una gruesa suma de oro para que me lo permitiese. Me fui de Ascenzia lleno de estupor y asaltado por la curiosidad.