Bitácora de un entierro
Nacimos en tierra hostil, de esa dónde la semillita que hablan en la biblia no podía nunca florecer, donde el grunge era sentarse con el diccionario y el metal era escuchar una cinta con extraños. Para ir a la escuela pasabas por tres montañas y cuatro pandillas que más tarde se desaparecieron cuando los carros blindados llegaron; yo atravesaba el parquesito donde las historias de violaciones abundaban y los grandes huían cuando el sol se iba. Te recuerdo a mi lado pisando el balón de micro cuando yo golpeé al arbitro y me expulsaron del campeonato, o riéndote de mi mala suerte después de romperle la pierna al tipo que quería quitarme el balón. Te recuerdo puro, con esa sonrisa contenida, de demonio sin cartílago que tenías cuando te quité a la monita, antes de que el cancer llegara y cambiara todo entre nosotros. Te recuerdo en el bar gritando por tanto miedo de estar solo, sin madre, escuchando a los Scorpions y a Nirvana mientras bebíamos con todo el peso del fracaso. La semillita empezó a florecer y te metiste a golpear a los malos y los malos te golpearon. Pero te recuerdo no solo en la camilla y blanco como una pared sin sonrisa, como un elefante dibujado con tiza, sino también te recuerdo sobándome las heridas que me hicieron cuando me rompieron la cara por tu culpa, o mentándome la madre por que siempre supiste el monstruo que yo era y aún así me amabas como el agua ama al cauce, como la lápida a las letras. Hoy la semilla está germinando y no solo vivo mi vida, sino la tuya, y me prometo todos los octubres no consumirme en llanto y recordarte con felicidad.
Bonitos ocasos y amaneceres en el lugar que estés. No creo que el cementerio sea capaz de retener toda la vida que eres.