El juez y el condenado (Poema del libro Hambriento - Nach)

El juez y el condenado




El juez y el condenado tienen la misma cara,
uno es viejo e implacable,
el otro es inocente y vulnerable.

Ambos permanecen en la misma sala.
El juez sentado en su estrado, siempre vigilante,
como un halcón buscando el momento
para planear hacia su presa.
El condenado sentado en una pequeña silla,
tembloroso, mirando la ventana
y viendo ese lugar que quizás nunca
vuelva a ser suyo.

El juez propulsa su mazo con fuerza sobre el estrado.
Es inflexible y despiadado.
Le enumera al condenado sus crímenes:
¡No has sido disciplinado en casi ningún aspecto de tu vida!
¡A tu edad sigues solo, eres incapaz de comprometerte
en una relación!
¡Has dejado atrás a muchos amigos que te apreciaban sin darles ni una mísera
explicación!
¡Has permitido que tu pasado moldee tu presente y
no has sabido cerrar la herida de tus traumas!
¡¡No visitas a tus familiares, no organizas tus afectos!!
¡¡No has madurado lo suficiente!!, ¡¡no has madurado lo suficiente!!

El condenado mira al suelo,
de hecho está acostumbrado a hacerlo.
Es un gesto mecánico, robótico,
es el mismo gesto diario durante toda su vida.

El condenado de repente alza la mirada y vuelve a mirar por esa ventana.
Sabe que hay un lugar ahí fuera que no es tan ajeno.
Él podría salir y volar, ya lo hizo en el pasado,
pero una vez sintió miedo.

Porque mientras volaba se dio cuenta de que no todo
era perfecto,
de que él no tenía el control absoluto y de que había
demasiados obstáculos
que podían hacerlo caer.
Y entonces cayó…
haciéndose daño, una y otra vez, y el dolor lo debilitó
demasiado.

Para el juez la debilidad es un crimen imperdonable,
y por eso muestra su ira apoteósica.

Pero el condenado quiere hablar, necesita hablar.
Está desesperado,
sabe que la única salida se esconde entre las grietas de la aceptación.

Sabe que el juez oye, pero no escucha.
Nunca escuchó, pero eso no lo detiene.

De repente se levanta y alza su voz:
Tú que me juzgas sin piedad, y me vigilas inmóvil desde ahí arriba,
¿qué sabes tú de la soledad resbaladiza y traicionera?,
¿qué sabes tú del dolor que te ahoga y te electrocuta el corazón?,
¿qué sabes tú del deseo más bondadoso que se ahoga violentamente?,
¿qué sabes tú del viento ladrón que se lleva el amor y no lo devuelve jamás?,
¿qué sabes tú de esos que apuñalan haciendo caer a sus semejantes por deporte?,
¡no sabes nada!

Lo reconozco, soy débil y frágil como mis alas oxidadas,
soy un torbellino que necesita entregar su fuego a otros.
He amado pero no me han amado,
y en mi desesperación he inventado formas equivocadas de amar,
porque a veces el vuelo es solitario y no hay destino.
He sido impaciente, egoísta y terco,
pero ¿quién no lo ha sido alguna vez ahí fuera?

Porque he visto a otros felices, volando en pareja, en familia,
en comunidad, en comunión…, felices,
y los he odiado, porque su felicidad intensifica mi soledad,
porque mis alas antes brillaban
pero el vuelo cada vez es más complejo.

¡Condéname, juez!
Ya no te escucho, tu culpa ya no rasga mi pecho.
He aceptado que la vida es una jaula inmensa
de la que solo nos libra la muerte.
También he asumido que esta jaula puede ser maravillosa
si olvidas lo que susurran sus barrotes.

¡Mientras esté aquí lucharé, lameré mis heridas
y aprenderé a volar de nuevo!,
aunque el suelo áspero me vuelva a hacer daño,
aunque el amor no me mire ni de reojo,
aunque me estrelle contra cada muro de incomprensión.

Volaré frágil e imperfecto,
sin pensar en un destino
llenando el alma con las migajas del camino.

¡Y dejaré de mirarte, juez!
Ya no buscaré tu beneplácito, ni tu aprobación,
seré una mancha en el cielo que nadie podrá descifrar.

El juez seguía gritando y gritando…
pero su rigurosa crueldad estaba cada vez más lejos,
más ahogada, más borrosa, más vacía.

El condenado en ese momento vio un hueco por donde salir de la sala.
Y salió deslizándose por la grieta de la aceptación.
Y caminó,
y corrió,
y voló,
y fue otra mancha en el cielo que nadie pudo descifrar.