—Por qué el infierno —decía.
—Por el calor.
—El calor, pero por qué el infierno.
—La horrible concupiscencia.
—El amor, la ausencia de amor.
—¿El amor?
—Como José en Egipto yo también adivino los sueños.
Entonces Tancredo ya no se avergonzó de oírse contar al padre de su miedo eterno, un animal. Le estoy diciendo de mi miedo, debo pedirle que hagamos de esto una confesión, pensaba. «Padre, que sea esto una confesión», le dijo. «Dios te bendiga, hijo, de qué te acusas.» «De quererme matar.» «¿Para no matar a nadie?» «Para no matar a nadie, padre.» «Habla en confianza. Hay el sigilo sacramental, secreto de los pecados oídos en confesión; pero a fin de cuentas Dios y los muertos nos oyen, nos ven, nos están oyendo». «No me importa que los muertos oigan», Tancredo se encogió de hombros, la cabeza le daba vueltas, «ni Dios». «Eso a Dios tampoco le importa», repuso Matamoros. A Tancredo le pareció que Matamoros dormitaba; tenía los ojos cerrados; cabeceaba. Entonces lo vio sacudirse, y beber con prisa. Renació.
—¿Qué temer? —preguntó—. No es pecado pretender morirse, para no matar. Son los días de fatiga, los días humanos. Hay días de días, y los días de fatiga lo mejor es descansar.
Tancredo pudo confesarse, al fin:
—Aquí nadie puede descansar —dijo—: Nos reventamos.