—Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar coches sin acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social. Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme a la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de tal forma que no pueden obrar de otro modo que como deben hacerlo. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma. El soma que usted arroja por la ventana en nombre de la libertad, señor Salvaje. ¡La libertad! —El Interventor soltó una carcajada—. ¡Suponer que los Deltas pueden saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan entender Otelo! Pero, ¡muchacho!
El Salvaje guardó silencio un momento.
—Sin embargo —insistió obstinadamente—, Otelo es bueno, Otelo es mejor que esos filmes del sensorama.
—Claro que sí —convino el Interventor—. Pero éste es el precio que debemos pagar por la estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte sublime. Nosotros hemos sacrificado el arte puro. Y en su lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.
—Pero no tienen ningún mensaje.
—El mensaje de lo que son; el mensaje de una gran cantidad de sensaciones agradables para el público.
—Los argumentos han sido escritos por algún idiota.
El Interventor se echó a reír.
—No es usted muy amable con su amigo, el señor Watson, uno de nuestros más distinguidos Ingenieros de Emociones.
—Tiene toda la razón —dijo Helmholtz, sombríamente—. Porque todo esto son idioteces. Escribir cuando no se tiene nada que decir...
—Exacto. Pero ello exige un ingenio enorme. Usted logra fabricar carcachas con un mínimo de acero, obras de arte sin tener nada más que puras sensaciones.
El Salvaje movió la cabeza.
—A mí todo esto me parece horrible.
—Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida en comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca es grandiosa.