Tratado del Ego Inconsciente (Parte II)


Me quede ciego en medio de la casita carmesí con los brillos rojos en mi pensamiento. Salí a pasear lleno de incordialidad a un mundo banal, y aunque encontré sonrisas mi disposición era algo helada frente a las milagrosas caras de los habitantes de mi cráneo. El agua que tomaba se pintaba con oleos opacos y el suelo era extravagantemente morado, la luna que debía estar en el alto cielo se encontraba de copa y el aire, el grandioso aire que alguna vez se respiraba se volvió denso para mis pulmones ceniceros.
Me quede contemplando el mundo tal y como yo lo había plasmado en medio de mi amargura y de repente vino el ánimo de cambiarlo todo. Era el proceso de renovarme pero sin morirme, un cruel intento por rescatar parte de mis estigmas antiguos y recogerlos en baldes de fantasías. Era sentir nuevamente como el sol atravesaba mi piel y mi coraza se derretía, pues entendí que era mejor estar sin coraza que vivir una pantomima de vida.

Y lo hice:

Empecé con soñar las serpientes rojas en mi cuerpo y las águilas verdes en mi alma. Llene los ríos con esencia azul y las flores con polen amarillo. Estudie metafísica con el único propósito de calmar el infierno de melancolía y empezar a creer en algo más allá del estado inerte de los cuerpos. Estudie alquimia para cambiar el estado de mi alma hasta convertirla en oro puro para cualquier ser supremo. Estudie humanidades para poderme entender cuando estoy en mis momentos débiles y realmente soportarme en épocas de abundancia. Pero finalmente, sin proponérmelo, me convertí en lo que nunca pensé que iba a ser.

Me convertí en artista.