Buda Blues - Mario Mendoza (Apuntes)
En Calcuta tomé una pequeña habitación en un hotel para viajeros llamado Tagore, en homenaje al sabio escritor. Lo primero que me sorprendió de esta ciudad, a diferencia de Bombay, fueron sus altos niveles de hacinamiento, de miseria y de mendicidad. Las zonas de indigencia se multiplican desde el centro hasta la periferia, y por todos lados ves hombres, mujeres y niños mendigando, tosiendo, recostados en los rincones de los callejones o sencillamente durmiendo a la intemperie porque no tienen un techo bajo el cual guarecerse. En los semáforos, cuando la luz cambia a rojo, multitudes de niños se lanzan sobre los carros a mendigar y salivan de sólo pensar en la posibilidad de unas monedas o de un mendrugo de pan. Cuando los carros arrancan, las babas de los niños quedan pegadas a los vidrios de las ventanas.
A la madrugada, varios hombres recorren las calles con unas varas de bambú entre las manos. Una volqueta va a media marcha junto a ellos. Golpean con las varas los pies y las piernas de las personas que duermen en los andenes. Cuando alguien no responde ni se mueve, los tipos se acercan y comprueban que la persona esté muerta, la levantan y la arrojan al camión. Al comienzo yo no entendía muy bien qué estaba pasando. Luego comprendí: es el camión de la basura, sólo que la basura ahora ha cambiado: somos nosotros mismos. Ese es el futuro: un sistema que crea nuevos desechos: seres humanos.
Uno de los métodos de prevención que usé apenas entré en la habitación del hotel fue lavar las sábanas y comprar un desinfectante para el colchón, pues ya otros caminantes me habían advertido sobre la sarna y los hongos, muy extendidos en esta ciudad. Como si esto fuera poco, en ningún otro lugar del mundo había visto yo tantos leprosos, unos ya curados y otros no, con sus llagas supurantes y sus semblantes carcomidos por la enfermedad. Supongo que tanta decrepitud humana fue lo que condujo a sor Teresa a instalarse en esta ciudad y a ayudar a tantos enfermos a bien morir.
Empecé a caminar por Calcuta desde las horas de la mañana hasta el atardecer.
Los barrios periféricos, infectados de mil epidemias que tienen a la población famélica y ojerosa, son en realidad la prueba más clara de que el infierno sucede aquí, en este mundo, y que es imposible imaginar un sufrimiento mayor. Es indudable que los hacedores de miseria, los grandes consorcios y las multinacionales y los bancos y las armerías han destruido no sólo a la humanidad entera, sino también a las otras especies, al clima, al planeta mismo. Somos peligrosos por naturaleza, bajos, ruines. Por eso hemos construido tantas teorías y tantas religiones en donde estamos en el centro de la creación y en donde se alaba nuestra presencia: porque la verdad es otra y necesitamos mentirnos para poder sobrevivir. Lo cierto es que no progresamos, que no estamos construyendo un mundo mejor. El futuro significa grandes condensaciones de riqueza en una franja mínima de la población, y multiplicación de la pobreza para la gran mayoría. Por ley de probabilidad, los hijos de los hijos de nuestros hijos serán indigentes. Esa es la única certeza.
En cualquier caminata por ese Tercer Mundo que tanto me recordaba los barrios del sur de Bogotá, lo peor es la cantidad de niños abandonados y aguantando hambre. Y aquí y allá una joven con un bebé anémico en brazos o una niña embarazada arrojada en un rincón sin poderse mover. En cada calle yo pensaba: si algún día llego a tener un hijo, mis nietos o tataranietos vivirán así, en la calle, babeantes y con la espalda encorvada. No sólo sufrimos el peso de una existencia sórdida, sino que además nos encanta traer a otros a que repitan la historia de opresión y sufrimiento. ¿Por qué no es posible que los hombres y las mujeres dejen de reproducirse? Porque entonces les toca enfrentar la verdad: que somos efímeros, que no perduramos, que la muerte está ahí, siempre presente, y vivir con ese peso abrumador se vuelve una tortura. Los hijos son la ilusión de que seguimos existiendo en otros. En el código genético reproducido nos aferramos a una presencia que en realidad es una ilusión. Y la religión, sola, con sus falacias de cielos e infiernos, con sus teorías de espíritus posados en nubes o en llamas, no alcanza a contrarrestar esa verdad apabullante de nuestra inevitable transitoriedad. No, los hijos, seres palpables, ahí presentes frente a nuestros ojos, son los únicos que equilibran la balanza y que a veces, sólo a veces, logran vencer el pánico que nos produce desaparecer para siempre.
Esta es la razón por la cual, maestro, la teoría de La Cosa de Rafael se queda a medias. Se parte del hecho de que hay una mentira, una irrealidad creada para nuestra propia explotación, pero que con esfuerzo alcanzaremos una verdad que está detrás de todo este montaje que ha fabricado la cultura. Y lo que yo empecé a sentir en la cárcel, en la crujía cuatro junto a Rajiv y sus seguidores, es que no hay ninguna verdad por alcanzar. Tanto los apologetas del sistema como los que se oponen a él están atrapados en el mismo sueño, en la misma falacia. Despertar no es salirse del sistema, despertar es destruir en nuestro propio cerebro toda la maquinaria que la tradición nos inoculó desde el mismo instante en que nos engendraron. Despertar es romper lo que nos han transmitido en el código genético. Y eso no se logra a punta de discursos y disquisiciones. Cuando en el budismo se habla de satori, la palabra es difícil de traducir. No es sólo «despertar», en el sentido de pasar de un sueño a una realidad. Se refiere más bien al hecho de resquebrajar el pensamiento, la razón, el lenguaje, la conciencia, la memoria, todo, hasta que no quede nada, hasta que seamos sólo vacío. Y ese vacío no niega el mundo, sino que lo afirma en toda su vastedad y su grandeza. No es rebelarse en contra de nadie ni de nada, sino de vaciarse por completo, de escapar de la subjetividad. Y si ya no tengo yo, si mi ego se ha esfumado, con él desaparecen también las ambiciones, las metas, los propósitos, las ilusiones, los apegos, los deseos, es decir, el origen de todo sufrimiento.