Soy lo que hago - Por eso estoy aqui (Tomado del libro Zen en el arte de escribir - Bradbury, Ray)


Soy lo que hago - Por eso estoy aqui (Tomado del libro Zen en el arte de escribir - Bradbury, Ray)


Soy lo que hago; por eso estoy aquí.
¡Soy lo que hago!
¡Para eso vine al mundo!
Así decía Gerard;
el amable Manley Hopkins.
En prosa y en poesía vio el Destino
señalado en los genes, para soltarlo luego, libre
entre los caracteres eléctricos impresos en la sangre.
¡Llevas la huella del pulgar de Dios!, decía.
¡En la hora en que te alumbran:
Él te toca la frente y te estampa en el ceño,
los símbolos y riscos de su Alma!
Pero en la misma hora, nacido ya y gritando
los atónitos pronunciamientos del que viene al mundo,
reflejado en los ojos de la partera, la madre y el médico
ves que el Pulgar se desvanece y se rasga en carne,
para que, perdido, borrado, apliques una vida a buscar
y cavar, buscando las instrucciones allí puestas
cuando Dios hizo el circuito, e imprimiéndolo exclamó:
«¡Adelante! ¡Haz eso! ¡Y algo más!
¡He aquí tu identidad! ¡Sé esto!
¡¿Pero qué ocurre?!, gritas tú a voz en cuello,
¿acaso no hay descanso? No, sólo un viaje hacia ti mismo.
Y aun después, desaparecida la Huella, con un rumor de caracol
que se extingue en suspiro, unas últimas palabras te
envían al mundo:
«No eres la madre, ni el padre ni el abuelo.
No seas otro. Sé lo que Yo te rubriqué en la sangre.
Puse en tu carne un enjambre de ti. Búscalo.
Y al encontrarlo, sé lo que no puede ser ningún otro.
Te dejo dones del Destino más oculto; no busques uno ajeno,
pues entonces no habrá tumba en donde quepa tu aflicción
ni distancia suficiente para ocultar tu pérdida.
Yo circunnavego cada una de tus células,
tu menor molécula es verdadera y justa.
Busca allí destinos indelebles, excelentes y raros.
Diez mil futuros se reparten tu sangre a cada instante;
cada gota es para ti un gemelo eléctrico, un clon.
En la más leve línea de una mano pueden leerse réplicas
de lo que yo he planeado, y he sabido
antes de que nacieras, y te oculté en el corazón.
No hay parte tuya que no cobije, mantenga y esconda
lo que serás si la fe dura.
Eres lo que haces. Para eso te di a luz.
Acata. Sé sólo aquello que es francamente tú mismo en esta Tierra».
Querido Hopkins. Amable Manley. Raro Gerard.
Hermoso nombre.
Somos lo que hacemos. Debido a ti. Para eso hemos venido.

Zen en el arte de escribir - Bradbury, Ray (Apuntes)

Zen en el arte de escribir - Bradbury, Ray (Apuntes)


Hace poco, con la sala del Studio Theatre de Los Ángeles a mano, saqué de las sombras a los personajes de F. 451. ¿Qué hay de nuevo, les dije a Montag, Clarisse, Faber, Beatty, desde que nos conocimos en 1953?

Yo pregunté. Ellos contestaron.

Escribieron escenas nuevas, revelaron partes raras de sus almas y sueños aún no descubiertos. El producto fue una obra en dos actos, bien escenificada, y en general bien recibida.

El que de más lejos vino entre bastidores fue Beatty, cuando oyó que le preguntaba: ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué decidiste hacerte jefe de bomberos, quemador de libros? La sorprendente respuesta surgió en una escena en que Beatty lleva al protagonista Guy Montag a su casa, un apartamento. Al entrar, Montag descubre atónito que en las paredes hay alineados miles y miles de libros, ¡toda una biblioteca oculta! Se vuelve hacia el superior y exclama:

—¡Pero tú eres el incinerador jefe! ¡En tu casa no puede haber libros! A lo cual el jefe, con una sonrisita seca, replica: —El delito no es tener libros, Montag, ¡es leerlos! Sí, de acuerdo. Yo tengo libros. ¡Pero no los leo!

Aturdido, Montag aguarda la explicación de Beatty.

—¿No ves la belleza, Montag? Yo no leo nunca. Ni un libro, ni un capítulo, ni una página, ni un párrafo. Pero sé jugar con la ironía, ¿no es cierto? Tener miles de libros y no abrirlos nunca, darle al montón la espalda y decir: No. Es como tener una casa llena de hermosas mujeres y sonreír y no tocar… ni una sola. De modo que ya ves, no soy ningún delincuente. Si alguna vez me pillas leyendo, sí, ¡entrégame! Pero este lugar es tan puro como el dormitorio de una muchacha virgen en una lechosa noche de verano. Estos libros mueren en los estantes. ¿Por qué? Porque lo digo yo. Ni mi mano ni mis ojos ni mi lengua les dan alimento o esperanza. No valen más que el polvo.

Montag protesta: —No entiendo cómo no te sientes…

—¿Tentado? —exclama el jefe de bomberos—. Oh, eso fue hace mucho. La manzana fue comida y ya no existe. La serpiente ha vuelto al árbol. El jardín es hierbajos y moho.

—En un tiempo… —Montag titubea y luego sigue—: En un tiempo tú debes

haber querido mucho los libros.

—¡Touché! —responde el jefe—. Por debajo del cinturón. En la mandíbula. Con el corazón partido. Las tripas abiertas. Oh, Montag, mírame. El hombre que amaba los libros; no, el muchacho disparatado, demente por ellos, que se trepaba a las pilas como un enloquecido chimpancé.

» Me los comía como si fueran ensalada; los libros eran para mí el sandwich del almuerzo, la merienda, la cena y el bocado de medianoche. ¡Arrancaba las páginas, me las comía con sal, las ensopaba con deleite, mordisqueaba las costuras, pasaba capítulos con la lengua! Docenas, cientos, billones de libros. Llevé tantos a casa que anduve años jorobado. Filosofía, historia del arte, política, ciencias sociales; nombra el poema, el ensayo, la obra de teatro que quieras: me los comí todos. Y después… después… —la voz del jefe de bomberos se apaga.

Montag lo apremia: —¿Y después?

—Bueno, me sucedió la vida —El jefe cierra los ojos para recordar—. La vida.

Lo de costumbre. Lo mismo. El amor que no marcha del todo, el sueño que se vuelve agrio, el sexo que se hace pedazos, las muertes demasiado rápidas de amigos que no lo merecen, el asesinato de uno, la locura de otro, la lenta muerte de una madre, el suicidio brusco de un padre… una estampida de elefantes enfurecidos, un ataque total de la enfermedad. Y por ninguna parte, ninguna, el libro justo en el momento justo para rellenar la grieta de la presa que se viene abajo y contener la inundación, o recibir una metáfora, perder o encontrar un símil. Hacia el final de los treinta años, al borde ya de los treinta y uno, recogí mis pedazos, cada hueso roto, cada centímetro de carne escoriada, magullada o herida. Me miré en el espejo y perdido bajo el asustado rostro de un joven vi un viejo, vi odio por todo, por cualquier cosa, nombra la que sea y la maldeciré, y abrí las páginas de los magníficos libros de mi biblioteca y ¿qué encontré? ¿Qué, qué?

Montag se aventura: —¿Páginas vacías?

—¡Premio! ¡Sí, en blanco! Bah, estaban las palabras, de acuerdo, pero me resbalaban por los ojos como aceite caliente, sin ningún significado. Sin ofrecer ayuda, ni consuelo, ni paz, ni abrigo, ni amor verdadero, ni cama ni luz.

Montag recuerda: —Hace treinta años… Las quemas finales de bibliotecas…

—Acertado —Beatty asiente—. Y como no tenía trabajo, y era un romántico

fracasado, o lo que fuese, me presenté para la primera clase de bomberos. Primero en subir los escalones, primero en entrar en la biblioteca, primero en ese horno, el corazón ardiente de sus compatriotas siempre en llamas, ¡rocíenme con kerosene, pásenme la antorcha!

El retorno de los brujos - Louis Pauwels & Jacques Bergier (Apuntes)

El retorno de los brujos - Louis Pauwels & Jacques Bergier (Apuntes)

"El antropólogo americano Loren Eiseley, cuyas ideas se aproximan mucho a las nuestras, refiere una bella historia que expresa muy bien lo que quiero decir:

«Encontrar otro mundo —dice— no es únicamente un hecho imaginario. Puede ocurrirles a los hombres. Y también a los animales. A veces las fronteras se deslizan o se confunden: basta con estar allí en aquel momento. Yo presencié cómo le ocurría esto a un cuervo. Este cuervo es vecino mío. Jamás le he hecho el menor daño, pero tiene buen cuidado en mantenerse en la copa de los árboles, volar alto y evitar la Humanidad. Su mundo empieza donde se detiene mi débil vista. Ahora bien, una mañana, nuestros campos se hallaban sumidos en una niebla extraordinariamente espesa, y yo caminaba a tientas hacia la estación. Bruscamente, aparecieron a la altura de mis ojos dos alas negras y enormes, precedidas de un pico gigantesco, y todo se alejó como una exhalación y con un grito de terror como espero no volver a oír otro en mi vida. Este grito me obsesionó toda la tarde. Llegué hasta el punto de mirarme al espejo, preguntándome qué habría en mí de espantoso…
»Por fin comprendí. La frontera entre nuestros dos mundos se había borrado a causa de la niebla. El cuervo, que se imaginaba volar a su altura acostumbrada, vio de pronto un espectáculo sobrecogedor, contrario para él a las leyes de la Naturaleza. Había visto a un hombre que andaba por los aires, en el corazón mismo del mundo de los cuervos. Había presenciado una manifestación de la rareza más absoluta que puede concebir un cuervo: un hombre volador…
»Ahora, cuando me ve desde arriba, lanza unos pequeños gritos, y yo descubro en ellos la incertidumbre de un espíritu cuyo universo se ha desquiciado. Ya no es, ya no volverá a ser jamás como los otros cuervos…»."

Buda Blues - Mario Mendoza (Apuntes)

Buda Blues - Mario Mendoza (Apuntes)

En Calcuta tomé una pequeña habitación en un hotel para viajeros llamado Tagore, en homenaje al sabio escritor. Lo primero que me sorprendió de esta ciudad, a diferencia de Bombay, fueron sus altos niveles de hacinamiento, de miseria y de mendicidad. Las zonas de indigencia se multiplican desde el centro hasta la periferia, y por todos lados ves hombres, mujeres y niños mendigando, tosiendo, recostados en los rincones de los callejones o sencillamente durmiendo a la intemperie porque no tienen un techo bajo el cual guarecerse. En los semáforos, cuando la luz cambia a rojo, multitudes de niños se lanzan sobre los carros a mendigar y salivan de sólo pensar en la posibilidad de unas monedas o de un mendrugo de pan. Cuando los carros arrancan, las babas de los niños quedan pegadas a los vidrios de las ventanas.

A la madrugada, varios hombres recorren las calles con unas varas de bambú entre las manos. Una volqueta va a media marcha junto a ellos. Golpean con las varas los pies y las piernas de las personas que duermen en los andenes. Cuando alguien no responde ni se mueve, los tipos se acercan y comprueban que la persona esté muerta, la levantan y la arrojan al camión. Al comienzo yo no entendía muy bien qué estaba pasando. Luego comprendí: es el camión de la basura, sólo que la basura ahora ha cambiado: somos nosotros mismos. Ese es el futuro: un sistema que crea nuevos desechos: seres humanos.

Uno de los métodos de prevención que usé apenas entré en la habitación del hotel fue lavar las sábanas y comprar un desinfectante para el colchón, pues ya otros caminantes me habían advertido sobre la sarna y los hongos, muy extendidos en esta ciudad. Como si esto fuera poco, en ningún otro lugar del mundo había visto yo tantos leprosos, unos ya curados y otros no, con sus llagas supurantes y sus semblantes carcomidos por la enfermedad. Supongo que tanta decrepitud humana fue lo que condujo a sor Teresa a instalarse en esta ciudad y a ayudar a tantos enfermos a bien morir.

Empecé a caminar por Calcuta desde las horas de la mañana hasta el atardecer.

Los barrios periféricos, infectados de mil epidemias que tienen a la población famélica y ojerosa, son en realidad la prueba más clara de que el infierno sucede aquí, en este mundo, y que es imposible imaginar un sufrimiento mayor. Es indudable que los hacedores de miseria, los grandes consorcios y las multinacionales y los bancos y las armerías han destruido no sólo a la humanidad entera, sino también a las otras especies, al clima, al planeta mismo. Somos peligrosos por naturaleza, bajos, ruines. Por eso hemos construido tantas teorías y tantas religiones en donde estamos en el centro de la creación y en donde se alaba nuestra presencia: porque la verdad es otra y necesitamos mentirnos para poder sobrevivir. Lo cierto es que no progresamos, que no estamos construyendo un mundo mejor. El futuro significa grandes condensaciones de riqueza en una franja mínima de la población, y multiplicación de la pobreza para la gran mayoría. Por ley de probabilidad, los hijos de los hijos de nuestros hijos serán indigentes. Esa es la única certeza.

En cualquier caminata por ese Tercer Mundo que tanto me recordaba los barrios del sur de Bogotá, lo peor es la cantidad de niños abandonados y aguantando hambre. Y aquí y allá una joven con un bebé anémico en brazos o una niña embarazada arrojada en un rincón sin poderse mover. En cada calle yo pensaba: si algún día llego a tener un hijo, mis nietos o tataranietos vivirán así, en la calle, babeantes y con la espalda encorvada. No sólo sufrimos el peso de una existencia sórdida, sino que además nos encanta traer a otros a que repitan la historia de opresión y sufrimiento. ¿Por qué no es posible que los hombres y las mujeres dejen de reproducirse? Porque entonces les toca enfrentar la verdad: que somos efímeros, que no perduramos, que la muerte está ahí, siempre presente, y vivir con ese peso abrumador se vuelve una tortura. Los hijos son la ilusión de que seguimos existiendo en otros. En el código genético reproducido nos aferramos a una presencia que en realidad es una ilusión. Y la religión, sola, con sus falacias de cielos e infiernos, con sus teorías de espíritus posados en nubes o en llamas, no alcanza a contrarrestar esa verdad apabullante de nuestra inevitable transitoriedad. No, los hijos, seres palpables, ahí presentes frente a nuestros ojos, son los únicos que equilibran la balanza y que a veces, sólo a veces, logran vencer el pánico que nos produce desaparecer para siempre. 

Esta es la razón por la cual, maestro, la teoría de La Cosa de Rafael se queda a medias. Se parte del hecho de que hay una mentira, una irrealidad creada para nuestra propia explotación, pero que con esfuerzo alcanzaremos una verdad que está detrás de todo este montaje que ha fabricado la cultura. Y lo que yo empecé a sentir en la cárcel, en la crujía cuatro junto a Rajiv y sus seguidores, es que no hay ninguna verdad por alcanzar. Tanto los apologetas del sistema como los que se oponen a él están atrapados en el mismo sueño, en la misma falacia. Despertar no es salirse del sistema, despertar es destruir en nuestro propio cerebro toda la maquinaria que la tradición nos inoculó desde el mismo instante en que nos engendraron. Despertar es romper lo que nos han transmitido en el código genético. Y eso no se logra a punta de discursos y disquisiciones. Cuando en el budismo se habla de satori, la palabra es difícil de traducir. No es sólo «despertar», en el sentido de pasar de un sueño a una realidad. Se refiere más bien al hecho de resquebrajar el pensamiento, la razón, el lenguaje, la conciencia, la memoria, todo, hasta que no quede nada, hasta que seamos sólo vacío. Y ese vacío no niega el mundo, sino que lo afirma en toda su vastedad y su grandeza. No es rebelarse en contra de nadie ni de nada, sino de vaciarse por completo, de escapar de la subjetividad. Y si ya no tengo yo, si mi ego se ha esfumado, con él desaparecen también las ambiciones, las metas, los propósitos, las ilusiones, los apegos, los deseos, es decir, el origen de todo sufrimiento.